Mi nombre es Roberto. Llevo tres años
en Los Angeles. Emigré huyendo de la pobreza pero trabajo repartiendo pizzas
por un sueldo irrisorio. No tengo contrato ni seguro médico, ya que no tengo
permiso de residencia. Conocí a Pamela porque trabajaba en la cocina poniendo
el queso a las pizzas. Ella también era inmigrante ilegal y ganaba una miseria,
así que acordamos compartir el apartamento que ella tenía problemas para poder
pagar y yo deje de dormir en aquel pabellón abandonado.
Poco después ella encontró trabajo en
un concesionario de coches. Su jefe era un cerdo pero Pamela necesitaba ese
trabajo y estaba dispuesta a aguantar sus comentarios machistas, manoseos y
abusos. Gracias a ese trabajo Pamela podía permanecer legalmente en el país,
así que cuando los manoseos y abusos fueron a más ella no dudo en complacer
sexualmente al jefe. Ella necesitaba ese trabajo pero también sentía el poder
de convertirse en necesaria para su jefe. Ella era una mujer joven y guapa y
sabía el efecto que tenía sobre aquel viejo verde divorciado.
A mí no me gustaba nada esa situación. Pamela
y yo compartíamos piso por interés económico nada más, aunque tengo que
reconocer que la chica me gustaba cada vez más. Un día que nos emborrachamos
nos enrollamos pero luego ella dijo que fue un error, que no debía repetirse,
que podría enturbiar nuestra relación. Yo estaba de acuerdo con ella… hasta
cierto punto. Creo que me estaba enamorando de ella, aunque reconozco que no me
convenía enredar la situación. Mi situación económica era delicada y gracias a
Pamela tenía un techo. El hecho de imaginarme a Pamela con ese viejo me ponía
enfermo y parecía que a mí me costaba
más que a ella. De hecho, ella pasaba cada vez más tiempo con él. Cada vez se
quedaba más a dormir en su casa. Ella le había dicho que vivía con una amiga,
ya que él era muy celoso y posesivo, pero un día le dijo que quería conocerme.
Iba a venir a casa a ver donde vivíamos y a conocer a la “amiga” de Pamela. Yo
no quería conocer a aquel cerdo pero Pamela insistió y me suplicó. Bajo ningún
concepto quería perder aquel trabajo, y yo tampoco lo quería. Así que Pamela se
ocupó de depilarme, hacerme las cejas, teñirme el pelo y ponerme extensiones
(yo ya tenía el pelo bastante largo para ser chico). Me compró ropa y el
resultado fue bastante creíble una vez bien maquillado. Intenté estar el mínimo
tiempo posible con aquel hombre y hablar lo menos posible. Pero después de
aquella primera vez él vino más veces. A veces aparecía por sorpresa y yo debía
estar preparado para la ocasión. Me fui dejando crecer el pelo, siempre estaba
depilado y Pamela me enseñó a maquillarme. En el trabajo se extrañaban de mi
pelo largo caoba y de mis cejas perfiladas.
Un día Pamela me dijo que se iba a
vivir con su jefe. Al principio pensé que me iba a quedar en la calle pero
luego Pamela me dijo que le había pedido a su jefe que no quería dejar colgada
a su “compañera de piso” y él le dijo que se ocuparía del alquiler. Estaba
claro que Pamela lo tenía “en el bote”. “Si consiguiese casarme con él me
darían la nacionalidad”. “¿Serias capaz de hacerlo?”. “No quiero volver a
trabajar poniendo queso a las pizzas, o aun peor, que me echen del país. Además
ya vivo con él y comparto cama con él todos los días. El hacerlo oficial sólo
supondrían beneficios para mí”. Ella era inteligente, fría y calculadora. Yo no
tenía ni la mitad de su inteligencia, y así estaba todavía repartiendo pizzas y
muchos meses no llegaba a poder pagar mi parte del apartamento.
“Este hombre no tiene familia, y si me
caso con él yo seré su única heredera”. Claro que el hombre apenas había
cumplido 50 y tenía cuerda para rato.